El día que dejé las slides y gané al público: por qué menos (o ninguna) diapositiva puede ser más.
No lo digo yo sino centenares de estudios psicológicos (la mayoría en universidades norteamericanas que mola un montón citar): las personas estamos capacitadas para hacer dos cosas a la vez. El problema es que, sin darnos cuenta, las hacemos de forma secuencial, destinando el lóbulo derecho a la actividad principal y el izquierdo a la que consideramos secundaria. Dicho en plata: cuando hacemos dos cosas a la vez hacemos una bien y la otra, ni fu ni fa.
Eso tienes que tenerlo muy en cuenta cuando hablas en público.
Desde el principio hasta el fin, el foco de tu discurso debe estar en ti y en lo que dices. Y ojo, porque todo lo demás que decidas añadir van a ser cosas que competirán contigo para llamar la atención.
Por ejemplo: supongamos que el año pasado te apuntaste a un taller de claqué de cinco horas y una señora mayor, abuela del profesor, te felicitó a la salida. Fantástico, pero ¿es buena idea hacer tu presentación mientras bailas como un poseso por el escenario? Yo diría que no, a no ser que el tema de tu charla sea “Cantando bajo la lluvia”.
Pues la inmensa mayoría de veces las slides son tu inoportuno claqué.
Las diapositivas cargadas generan desconexión, porque si el público se pasa un rato leyéndolas, deja de mirarte a ti; y si no te mira, es imposible que conecte contigo.
Además, las diapositivas atiborradas de texto suelen generar una reacción instintiva. En cuanto cada persona de tu público les echa un vistazo, oye una voz interior que le dice: “Pssst, oye, tú: este mamón podría haberte enviado las slides por mail y ahorrarte el palo de venir aquí”.
Por si no los has pillado, el mamón eres tú.
Y eso sin contar con la sensación de inseguridad.
Cuando recurres constantemente al texto y a las imágenes en una pantalla das la sensación de que necesitas apoyarte en algo para transmitir tu mensaje. Y la gente puede pensar que tienes miedo a olvidarte de algo. Puedo oír sus cerebros rumiando:
-Qué morro tiene el tío: en vez de prepararse bien el tema, proyecta un puñado de diapositivas y las comenta. Y encima, ¡seguro que le pagan! Deberíamos ponernos todos de acuerdo y embadurnarle de alquitrán y plumas.
En serio: evita que te linchen. O peor, que ignoren tu discurso.
Cuando reduces tus diapositivas (o mejor, las eliminas por completo) te estás obligando a ser mejor orador: tienes que estar más presente, tienes que mirar al público desde el principio al fin, tienes que jugar constantemente con la mudulación de la voz y con el lenguaje de tu cuerpo (y aquí no hablo de bailar claqué, ¡borra ya eso de tu mente!).
Además, al no depender de la muleta del slide te conviertes en alguien más flexible: puedes adaptar lo que estás diciendo a la situación del momento, sin que la tiránica pantallita te dicte todo el rato lo que toca decir.
Y tú dirás: ya, pero es que vivimos en la era de las pantallitas. La gente aguanta más sin respirar que sin echar una mirada a su querido móvil.
De acuerdo.
Pues por eso mismo, una charla sin imágenes va a resultar original. Un alivio entre tanto bombardeo de caídas graciosas, gatitos tik-tokeros, influencers chonis y fakes de Dostoievski tomando el sol en tanga en Benidorm. No lo sabemos pero estamos sobresaturados de tanto derroche de información visual, y cuando, de pronto, a algún loco se le ocurre ponerse a hablar con nosotros cara a cara, sin ningún truco más, de pronto sentimos alivio. Llámalo conexión con el ADN de nuestros ancestros (los que se pasaban de tertulia tardes enteras en los cafés), llámalo ser generoso.
Generoso, sí. Porque al no mostrar nada en la pantalla, estás dando pie a tu público para que dé forma a tus palabras. Para que imagine mientras tú hablas. De este modo, hacen suyo tu discurso.
De nada.
Aún así, ¿insistes en poner diapositivas (por la razón que sea, porque te encanta bajar la intensidade la luz o sentir el poder del mando a distancia en la mano?
Vale, pero al menos ten en cuenta el famoso refrán: una imagen (potente) vale más que mil palabras (que nadie va a leer). Dicho de otro modo: si usas slides que sea para amplificar tu mensaje, no para repetirlo.
Si la historia es buena, la has estructurado bien y la cuentas en el tono correcto, ¿para qué necesitas más? Los fuegos artificiales son para distraer al público cuando no hay nada más.
Piensa en los grandes oradores. ¿Los recuerdas popr sus diapositivas o por sus palabras? Pues ahí está.
Hablar sin slides es un acto de valentía, y se nota. El público, que no es tonto, percibe la autenticidad y la confianza en uno mismo que requiere enfrentarse “a pelo” a una audiencia. Y eso genera respeto, atención y conexión.
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